El diente

Capítulo I

“Pues no ha ido tan mal”. Pensó Manuela al finalizar su primer día de colegio. Tras las advertencias de su abuela, la chiquilla pensó que las aulas debían de parecerse mucho a la cárcel donde estaba encerrada su madre y que, por supuesto, no podía nombrar. “No hables si no te preguntan”; “No levantes la voz”; “No llames la atención”; “Muestra respeto a tu maestro”. Fueron algunas de las consignas en las que había incidido. A sus oídos llegaron historias sobre docentes que pegaban al alumnado si este no actuaba acorde a lo esperado, así que, más le valía hacerles caso. Pero la advertencia más repetida fue “No menciones ni a tu abuelo ni a tu padres”.

Manuela tenía solo seis años cuando aprendió que las paredes hablaban lo que las bocas no sabían callar. Y en la escuela había demasiadas bocas.
Por ello, mientras esperaba a su abuela en la puerta de la escuela, concluyó que le había gustado mucho el primer día. El miedo con el que entró a primera hora se fue disipando conforme María, su maestra, fue avanzando cómo se iban a desarrollar las siguientes semanas. Les habló con dulzura y respeto, mostró interés por ellas y dejó en sus cabezas el poso de curiosidad necesario para querer volver el resto de días.


—¿Tú también esperas a que te recojan?—le sacó de sus pensamientos Isabel, la niña que había estado sentada a su lado en el banco de clase.
—Sí, tiene que venir mi abuela.
—También es mi abuela quien me recoge. Igual se pueden hacer amigas.


Manuela dio vueltas a aquellas palabras en su cabeza. Su abuela no tenía amigas. Salían poco de casa y cuando lo hacían, no interactuaban con nadie que no fuese un tendero. A veces pensaba que eran parecidas a aquellas plantas salvajes que crecían en el parque, antes de que hubiesen terminado de arraigarse, eran arrancadas del lugar, para volver a nacer entre una multitud que poco tenía que ver con ellas.  

Finalmente, la abuela de Isabel llegó.


—Mira, abuela, esta es Manuela, nos han sentado juntas—presentó Isabel.
La abuela de Isabel parecía más joven que la suya, que siempre decía que la guerra le había echado veinte años encima. Pero lo que más le sorprendió fue que, al sonreírle, la abuela de su compañera, tenía la dentadura completa. ¿No a todas las abuelas les faltaba un diente?

****

Manuela creció con la creencia de que, los dientes, se acababan desprendiendo a determinada edad y, por supuesto, su abuela había cruzado ese umbral hacía años. Desde que tenía uso de razón, en la boca de su abuela Josefina había un hueco, así que, asumió que no era nada anormal. Tampoco la abuela hablaba o reía tanto como para dejar ver esa cavidad, al menos, no fuera de casa. Y si lo hacía, siempre se tapaba la boca con la mano. Sin embargo, para Manuela todos estos gestos formaban parte de la normalidad.

—Hija, pon la mesa y deja de mirarme con esa cara de pasmada, que desde que volvimos de la escuela estás alelada —ordenó la abuela, tras un largo rato de comprobar que Manuela no dejaba de mirarla.
—Abuela… ¿a qué edad se te cayó?
—¿A qué edad se me cayó el qué? ¡Ay, Manuelilla, hoy estás rarísima!
—Los dientes. No me refiero a los de leche, sino los de mayor. ¿Con cuántos años empiezan a caerse?


Josefina soltó la cuchara con la que revolvía el guiso de la olla, si es que a aquella agua con algo de sustancia se le podía denominar guiso. Sabía que en algún momento Manuela sentiría curiosidad por su dentadura. Y sabía que tenía dos opciones: salir del paso con alguna mentira piadosa, o utilizar la historia de sus dientes como pretexto para darle a conocer su historia. La historia de su familia. Ahora que Manuela había comenzado el colegio, era más peligroso darle la información completa, sin embargo, sabía que Manuela era una niña muy curiosa, y que esta sólo sería la primera de muchas preguntas que vendrían después. Así que, se decantó por la alternativa de la sinceridad. Señaló a su nieta una de las sillas, para que se sentara, y se colocó frente a ella.


—Manuela, ¿tú sabes por qué te llamas así?
—Claro, por mi padre, que era Manuel.
—¿Y sabes por qué no lo conociste?


Manuela se quedó muda. No, no lo sabía, simplemente no estaba ahí cuando nació. Para ella, la familia, su familia, consistía en su abuela, su madre y ella. Y la abuela era el eje de todo, porque cuando su madre también faltó en casa, la vida continuó, más oscura, más silenciosa y menos alegre; pese a ello, los días siguieron avanzando, y la existencia continuó a su alrededor. 


Ante la mirada de su nieta, Josefina dudó, de nuevo, sobre si comenzar a pronunciar las palabras que había reprimido y guardado para ella durante los últimos años. ¿Estaría Manuela preparada para ello? Quizá la historia completa fuese demasiado dura para ella, o tal vez su inocencia le impidiera mantener el secreto. Hacía poco que se habían mudado, huyendo de las habladurías y el señalamiento de sus antiguos vecinos. No quería que Manuela creciera siendo marginada o el miedo a las represalias. Sin embargo, tampoco deseaba que no conociera sus orígenes o que creyera que sus padres eran motivo de vergüenza.


—Manuela, aún eres pequeña, pero creo que es el momento de que sepas ciertas cosas —rompió al fin el silencio Josefina. —¿Comprendes que seguirás teniendo que guardar esto para nosotras?


Por respuesta, Manuela asintió envuelta en un completo silencio. Como ya era costumbre. 


Así, Josefina le habló del inicio de la Guerra Civil. Le contó que su abuelo y su padre lucharon en el bando que no podía ya ser nombrado. Que su madre lo hizo desde la retaguardia. Le explicó que perdió el diente cuando, al acabar la guerra, se negó a revelar el escondite del abuelo y los padres. Que aún así, fueron encontrados, porque fue otra persona quien no pudo evitar hablar ante el miedo y las torturas. Que su abuelo y su padre fueron “paseados” y que su madre, que acababa de dar a luz, fue condenada a prisión durante muchos años y por ello iban a visitarla una vez al mes a la cárcel. Que era muy importante que atendiera en clase, que aprendiera rápido a leer y escribir para poder recordarle a su madre que pensaban en ella a diario por carta y ellas pudieran saber de esa madre ausente más a menudo. Josefina pidió a Manuela que nunca sintiera aversión hacia su familia, sino orgullo por haber peleado por un lugar donde ella creciera libre, pese a que ahora, no pudiera mencionarlos con ninguna libertad.

Tras el relato, Josefina abrió uno de los cajones de la cocina, cogió una pequeña caja de latón y le mostró lo que contenía. 

—Es mi diente. Lo guardo para no olvidar lo que nos han hecho pasar —explicó a su nieta. 


Manuela determinó que pondría todo su empeño en la escuela, quería cumplir con la misión encomendada. 

Además, esa decisión se entremezcló en su mente con un enorme interrogante: ¿Tendría la abuela de Isabel también algún diente guardado para no olvidar lo que su nieta no debía contar en la escuela?