Luces Rojas (Epílogo y fin)

Aquel par de desconocidos que apenas hacía unas horas que se habían visto por primera vez, no eran tan desconocidos a fin de cuentas. Se habían salvado mutuamente.Él la salvó de una venganza, porque se la llevó muy lejos de allí y nadie echó tan siquiera en falta al enterrador, pero le dio igual, porque a partir de aquel momento, sabía que alguien le lloraría cuando no estuviera.Ella lo salvó a él de la muerte, de la soledad. Porque aunque ella creyera que era la única de los dos que no vivía, lo de él tampoco era vida, ni muchísimo menos.Aquella mañana caminaron mucho. Entre andanzas, terminaron subidos a un carro que se dirigía a otra ciudad muy lejana. Ni siquiera supieron bien donde se encontraban tras el largo viaje. Pero les dio igual.Los comienzos fueron duros, por supuesto, el destino ya los había ayudado haciéndoles coincidir aquella noche. Ella aprendió a coser, y se ganó la vida tejiendo elegantes vestidos, vestidos que ya no iba a llevar nunca más, se sentía más guapa así, con su nueva vida de sencillez. Forjó fama entre las damas de la región, sin saberlo había heredado de su abuela el talento para diseñar y confeccionar preciosos vestidos, sólo que ella no perdería la vista y podría desarrollar al máximo su talento. Él nunca más enterró a los muertos a los que nadie lloraría, tampoco a los que estaban plagados siempre de visitas, y de lágrimas. La muerte ya no era para él, ni siquiera para verla de lejos. Ahora se dedicaba comerciar. Tenía un gran talento para ello, aunque él no lo supiera, pero es que ella le enseñó que basta con intentarlo y quererlo para conseguirlo.Se enseñaron cuanto sabían. Ella le mostró como leer, como escribir y como llevar a cabo las cuentas, cuentas que él manejaría a la perfección a la hora de realizar las transacciones. Él fue quien le enseñó a dar las primeras puntadas con una aguja y un pedazo de hilo cuando se le rompió el único vestido que le quedaba. Y así, poco a poco, modestamente, comenzaron a vivir.Alcanzó lo que soñaba, porque tuvo que pasar mucho tiempo hasta que compartieron la misma cama. Se habían casado en seguida, para poder regular su situación, y para no dar pie a las habladurías, sobre todo por ella. Lo hicieron porque estaban convencidos de cuanto se amaban, pero aún así, se fueron conociendo poco a poco. Él la mimó, respetó y cuidó sin esperar nada a cambio, tal y como ella había deseado siempre que sucediera. Ella le correspondió poco a poco, dejó que viera sus más oscuros secretos, y que conociera sus más anhelados deseos, algo que no había hecho con nadie nunca. Y después de un tiempo, llegó aquella primera noche en que ella se acurrucó a su lado antes de dormir, el momento en que él la abrazó dulcemente, y ella se acercó a su boca y no dudó en besarlo profundamente, apasionadamente, tal y como él esperaba que hubiera sucedido cuando la rescató de su futuro incierto. Y ese fue el comienzo de millones de besos, y millones de noches juntos. El comienzo de millones de días unidos, el comienzo de pequeñas historias, de grandes risotadas, de algunas lágrimas, de cientos de abrazos, el comienzo de la confirmación de su amor. Incluso el comienzo de una nueva vida. Una para cada uno, y una nueva para su primer hijo. El primer hijo que añadiría más amor aún a aquella casa, aquella que por fin merecía el pronombre posesivo, porque al fin y para siempre, ambos habían encontrado SU casa, que a decir verdad, se hubiera encontrado en cualquier lugar en que ambos hubieran estado, juntos, por supuesto…Y nunca nunca más, tuvo que volver a la calle de noche, a esas horas en las que todos llamaban: las horas de las luces rojas. Su vida sólo se regiría por el rojo de la sangre que la unía a sus hijos, y por la luz que él le daba en cada instante.