Como la vida misma: La Navidad que bailamos vals


Seguramente fuera una ilusión estúpida. Pero era su ilusión, a fin de cuentas. Nunca supo de dónde salió aquel deseo por ese baile. Sencillamente, siempre estuvo ahí.
Recordaba con mucho cariño cómo aprendió a bailarlo. Su mejor amigo le dio las claves para aquella sencilla ejecución Y… ¡un, dos, tres! ¡Un, dos, tres!
Aunque con más nitidez le hubiera gustado recordar la velada que por fin llevó a la práctica lo aprendido.
Por eso, aquella noche de Navidad en la que yo no esperaba que nada más bonito pudiera pasar, se sorprendió mucho.
Se había sentado en el escalón del portal. Hacía mucho frío y tenía ganas de meterse entre las sábanas y mantas por fin. Había sido la tercera noche que se encontraban y terminaba acompañándola a casa. Él siempre alargaba la despedida. La primera vez comenzó a cantar los himnos de sus dos equipos y a comentar el último partido de uno de ellos. Eso la atrajo todavía más.
En la segunda ocasión, fue mucho más fácil. Bastó que dijera “no tengo ganas de dormir. Quédate un rato conmigo” para que ella lo complaciera y se quedaran hasta el amanecer muy juntos hablando de mil cosas y riendo por muchas más.
Pero era la tercera “cita” y esta vez tenía que currárselo. Tenía que pasar algo especial.
No lo sabía, pero debió adivinarlo, o simplemente compartía la misma ilusión que ella.
Por eso él se puso en pie y le tendió la mano. La atrajo hacia si y le dio un leve beso. Y de pronto, sin que lo esperara, le hizo dar una vuelta sobre sí sin soltarle la mano. Y el vals comenzó…