23 de julio


Ella

23 de julio. Otro más. Habían pasado muchos años desde aquella fecha. Pero ella la seguía recordando como si el tiempo no hubiera transcurrido.
Algunos le decían que tener esa buena memoria era un don. Porque era capaz de recordar todos los cumpleaños, aniversarios o hasta quedadas y hechos más simples. También podía reproducir conversaciones de hacía mucho tiempo o decir qué llevaban puesto los asistentes. Pero para ella, todo eso no era más que una desgracia. Recordar implicaba que lo que un día fueron recuerdos malos, se convirtieran en otro momento en dardos de nostalgia.
Y  allí estaba, recordando otro 23 de julio que hacía cuatro años llevaba un vestido marrón, el pelo semirecogido y los labios pintados, la vez que por fin, tras miles de “no deberíamos”, decidieron cruzar la línea por primera vez.  Y todo eso no le hacía más que sentir punzadas en el estómago. Sí, demasiado tiempo, pero ella lo seguía recordando. Como sabía que lo seguiría recordando durante muchos años más, aunque poco a poco fuese dejando de ponerle nerviosa. Pero ahora, no podía evitar temblar. Porque había reabierto aquella historia que se suponía cerrada.
-¿En qué piensas?- Él rompió aquel largo silencio hecho tras un largo rato de palabras y risas- en que ambos habían permanecido tendidos sobre su cama, sin siquiera tocarse.
-En nada. –Respondió ella, que apartó la mirada del techo para mirarle. Él hizo lo mismo y sus ojos se cruzaron. Ella apenas recordaba ya cuál era el color exacto de los ojos de él. Pero aquella noche, volvió a cruzárselos y lo que empezó como algo simple, terminó complicándose como se habían prometido que nunca más se complicaría. Y él le acarició la mejilla, en un gesto de insistencia. Ella pensó que, a su manera, él era dulce. Lo había sido siempre en aquella complicidad que sólo ellos comprendían. Así que, en ese leve gesto, ella se atrevió a anular los centímetros que les separaban y  le abrazó. Lo hizo como quien sabe que será la última vez, la de verdad. Pero sin decir en voz alta que así era, para que doliera menos, para poder hacerse otra promesa a sí misma sin que él le acabara convenciendo para romperla.
-Debería irme.-Rompió al fin ella aquella despedida disfrazada. Pero él insistió en retenerla, porque su duda no había sido resuelta.
- Sea lo que sea en lo que pensaras, cuando salgas por esa puerta no hagas una de las tuyas, no empieces a darle vueltas a la cabeza. – Ella asintió, pero sin mirarle. Como si así le diera a entender que no le estaba prometiendo nada. Porque el sentimiento de culpa iba a volver. A pesar de que el único mal posible fuese el que podría hacerse a sí misma al haber roto aquel pacto no escrito en el que aquella relación tan intensa, sincera y tóxica a la vez, había terminado. Antes de que tanta pasión los destrozara a ambos.
Era tarde, y en realidad habría preferido quedarse a dormir con él, en aquel espacio que habían hecho suyo donde solo cabían ellos dos. Las peleas o diferencias que pudieran tener, las opiniones de otros o los problemas, se quedaban en la puerta. Y, durante las horas que permanecían juntos, nada más parecía importar.
Pero, sabía que tomaba la decisión correcta. Y, aún así, también sabía que ahora le dolería cada vez que mirara el vestido verde que llevaba en esta ocasión. Otro más a la colección de los “ojalá no tuviera tan buena memoria”.

Él

En cuanto la vio desaparecer, supo que aquella había sido, casi con toda probabilidad, la última vez que serían uno. Porque, a pesar de que ella siempre le hubiera creído un descuidado y despistado, la conocía lo suficiente como para saber cuándo le invadirían las dudas y los cargos de conciencia. Y esta era una de esas ocasiones. Con el paso del tiempo, había aprendido a tener paciencia con ella, a no presionarla y a entenderla hasta en las ocasiones que ni ella lo hacía.
Aunque, a veces, pensaba que encontrarla había sido una suerte con la que no contaba y  todo eso resultaban nimiedades. Porque fue la primera que nunca le dijo que era “un chico raro”. Claro, que él también fue el primero en no encontrarla “una chica complicada”. Quizá  por ello se llevaban tan bien. A pesar de que sólo parecieran terminar de entenderse el uno frente al otro durante un tiempo reducido de tiempo, como si existiera una especie de cuenta atrás que les limitara aquellos momentos.
Por eso, él propuso años atrás que la cosa no fuera a más que aquellas quedadas. En realidad, tenía miedo de que acabaran hiriéndose mutuamente. Ella lo aceptó pero, a cambio, hizo prometer que no volverían a buscarse cuando uno de los dos se marchara. Fue ella la primera en huir, y él le dejó hacer. Él cumplió la promesa, porque sabía que habían llegado al límite, que era el momento de dar un paso al frente o de romper cualquier lazo que les unía. Pero, también sabía que caminar hacia delante, juntos, habría sido un tremendo error. No había amor en todo aquello. Solo ‘pre-amor’, como se habían acostumbrado a llamar a aquella extraña relación en la que se mezclaban demasiados sentimientos y factores de diferentes tipos. Nunca supieron qué etiqueta ponerse.
Aun con todo, empezó a sentir que la necesitaba más de lo que había pensado. Por eso, se alegró el día en que volvieron a encontrarse, por casualidad, y empezaron a hablar como si todo aquel tiempo de silencio jamás hubiera  existido. Rieron mucho, porque ambos sabían qué decir para que el otro lo hiciera. Se pusieron al día de sus vidas y apenas dejaron nada en el tintero, porque seguían entendiéndose de esa forma inexplicable en que siempre lo habían hecho, a pesar de los pesares.
 Sin saber muy bien en qué momento lo habían decidido, volvieron al que había sido su ‘hogar’. Y fue como aquel primer encuentro. Salvo porque él la necesitaba más en esta ocasión. Quizá porque era conocedor de que, esta vez, no iba a dar lugar a otras. Él ya no tenía el control que solía mantener para ser capaz de convencerla con solo mirarla. Ahora era él quien debería huir antes de que el destrozo llegara. Esta vez, era él quien debería haber pedido una tregua. Pero no lo hizo porque le pudo el deseo de compartir con ella unas horas más, de volver a conocerla. Era distinta a cuando la conoció, y sin embargo seguía siendo la misma para él. Pero necesitaba aprender a entender aquella nueva parte desconocida.
En cambio, no la retuvo cuando se despidió. No la miró a los ojos como en los primeros encuentros. No trató de convencerla. Esta era la despedida que se debían. Por serlo, en cuanto ella se marchó, él anotó en una libreta:
23 de agosto
Llevaba un vestido verde y el pelo suelto…
Quería recordar los detalles que solo ella lograba siempre retener.

Ellos

Volverían a verse muchas más veces después de aquello. Pero no volverían a su rincón. Se mirarían desde la lejanía, como si nada hubiera pasado nunca.
Después de aquel 23 de julio, el último, encontraron sus propios caminos y aprendieron a no cruzarlos más. Esta vez, respetaron todas sus promesas. Descubrieron  la fórmula para no dejarse llevar. Sin embargo, nunca se sintieron tan comprendidos como lo habían hecho entre ellos. Ni tan bien o felices como lo habían estado en aquellas horas de catarsis juntos.
Aquella magia que no dejaron terminar de ser, jamás la consiguieron encontrar. Se pensarían el uno al otro en momentos de flaqueza, se necesitarían en numerosas ocasiones y el peso de la nueva barrera autoimpuesta, les pesaría como una losa durante algunas noches. Pero no dieron su brazo a torcer. Preferían aquel dolor tan inexplicable, al que pensaban que podría haber sido de haber decidido arriesgarse a destruirse. Porque esa fue la conclusión a la que llegaron cuando decidieron que nunca podrían actuar como una pareja, que nunca podrían llegar a amarse como merecían o querían. La suya, era solo una relación de conveniencia. Una en la que dos personas que nunca habían conseguido dar con alguien que les entendiera, se habían cruzado en algún momento.
Y, a cada paso, se recordarían. A su mente acudirían a menudo los buenos momentos de confesiones, las bromas, las risas, los debates y las caricias. Habían sido uno. Pero no se atrevieron a serlo fuera de su particular mundo. Aquello, habría roto la magia. Les habría hecho vulgares, “complicados” y “raros”. Cuando, en realidad, sin saberlo, habían sido extraordinarios. Un todo.
Y ninguno de los dos olvidaría nunca aquel 23 de julio. El de la despedida.