Este relato pertenece al Escribitón 2020 Quincena 4
Love looks not with the eyes, but with the mind,
And therefore is winged Cupid painted blind.
William Shakespeare, A Midsummer Night's Dream
- Déjala, es
que el amor es ciego- Este era el comentario que Clara oía siempre a su madre
antes de cerrar la puerta de su casa y emprender el camino ya más que conocido hacia la parada del autobús.
Aquella sentencia ya formaba parte de su rutina semanal. Su padre decía aquello
de “Pero, ¿es que sigues con ese chico?”, cada vez que anunciaba que volvería por la noche, y su madre
respondía con aquel dicho popular.
Sí, pasaban
las semanas y Clara seguía, contra todo pronóstico, con ese chico. Continuaba preparando cada miércoles una cesta con algo de lo que hubiera conseguido esos
días: jabón, pan, algo de ropa, chocolate…Y una carta con poca sustancia. Al menos, que resultase aburrida para
los guardias. Porque junto a Guillermo, había desarrollado un código que sólo
ellos pudieran entender, evitando de esta forma la censura y preservando la intimidad de
su amor. Así, por ejemplo, Guillermo le preguntaba cada semana por la tía Feli
y Clara le respondía que seguía bien.
Si la tía Feli seguía sana, significaba
que Clara volvería una semana más. Porque el mayor miedo de Guillermo era que
Clara un día se cansara, aunque entendería que “la tía Feli cayera enferma, porque lleva mucho tiempo aguantando”.
A Guillermo le
habían impuesto la cadena perpetua, después de pasar un año escondido en una cueva cercana
al pueblo y al poco tiempo de ser capturado después de que un vecino le viera bajar al pueblo y
le delatara. Tras la sentencia, nadie, ni siquiera Guillermo apostaba por que Clara
soportara aquella situación más de unos meses. Pero ya habían pasado cinco años
desde aquella condena. Y Clara, seguía cogiendo el autobús que pasaba una vez
por semana por su pueblo y le llevaba a la ciudad donde su novio cumplía castigo.
La primera vez
que la madre de Clara pronunció su, ya conocidísima, expresión, fue cuando se
enteró de que Guillermo se pasaría la vida en
prisión. Supuso entonces que se
debía a que tenía delitos de sangre a sus espaldas y, tras comprobar que eso no
menguó el amor de Clara, pensó que bueno, que el “amor era ciego”. El padre, sin embargo, no
entendía cómo su cría seguía “hablándose con el Guille”.
Pese a sus
objeciones, ninguno de los dos trató de disuadirla nunca. El padre porque creyó
que el enamoramiento pasaría pronto. Y la madre porque supo que nunca lo haría.
Tampoco hubo reproches hacia la hija cuando los vecinos de pueblo comenzaron a murmurar al
ver a la familia, ni cuando algunos otros les retiraron el saludo. Eran tiempos
peligrosos para amar a según quien.
Sin embargo, temían que algún día llegase
la Guardia Civil a su casa y se los llevara. Mientras aquello llegaba o no,
sobre todo la madre, dejaba a su hija que gastase parte de lo que ahorraba en
Guillermo, porque el amor, además de ser ciego, era un bien muy escaso en
aquellos años y sabía que a Clara la mantenía cuerda el amor por Guillermo.
A sus padres
nunca se lo contaría, pero en realidad fue ella quien introdujo a Guillermo en política,
aunque fuese de manera indirecta. Fue ella quien le enseñó a leer y le pasaba
aquellos libros. Quien le enseñó el placer por la poesía y la cultura, quien le
llevaba a ver las representaciones de las misiones pedagógicas… Si bien era
cierto que ella había tenido más suerte. Hasta el momento.
Pensaba siempre en todo esto Clara mientras
esperaba en la cola para entrar en prisión y ver a Guillermo desde el otro lado
del pasillo, separados por una verja. En la fila, Clara se colocaba lo más a la vista posible la medalla de la
virgen del Carmen que Guillermo le regaló la última vez que pudieron estar
juntos. Ninguno de los dos era creyente, pero aquella medalla perteneció a la
madre de él, y era de los pocos recuerdos que le dejó antes de su muerte,
mientras le pedía al niño que luchara por salir adelante. Y eso mismo le pidió
Guillermo a Clara antes de echarse al monte: “Lucha. Yo lucharé y estaré allí”.
Ahora era Clara quien le pedía que no rindiera. Sabía que de un modo u otro,
aquella relación rompería la pared que les separaba.
Y cuando entre
la multitud de presos al fin lo distinguía, Clara comprendía cuán equivocada estaba
su madre. Aquello no era amor ciego. Si lo fuera, antes o después habría
abierto los ojos y se habría rendido, habría dejado aquel autobús, de pensar la
forma de mantener la mente de Guillermo cuerda y a ella a salvo, para que no se
viniera todo abajo. No, aquello era mucho más que un amor de juventud, que un
capricho. Ellos no se miraban con los
ojos, sino que lo hacían ya con el alma. Y aquel amor, sería como la condena de
Guillermo: para siempre.