Este relato pertenece al Escribitón 2020, Quincena 6.
"Lock up your libraries if you like; but there is no gate, no lock, no bolt that you can set upon the freedom of my mind.”
(Cerrad las bibliotecas si queréis, pero no hay puerta, ni cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente)
― Virginia Woolf
El primer día fue el más duro, no porque pensara en el futuro que
le esperaba, no porque no estuviera acostumbrada. Lo fue porque era el primero
en que era plenamente consciente de la traición. Y de que nunca nadie la había
querido realmente. Todo se limitaba a un conjunto de decisiones que condujeran
al poder, y daba igual a quien dejaran por el camino, en este caso, ella, hija
y esposa traicionada.
La gente alimentó la teoría de su locura, tras haber peregrinado
durante ocho meses con el cadáver de su esposo. Pero lo que no sabían es que
huían de la plaga de la peste hasta poder enterrar a Felipe. Juana, pese a todo, hacía oídos sordos y no
permitía que las habladurías le hirieran como lo hacían antaño.
Recordaba el dolor que
sufrió cuando, de pequeña, sus padres no la comprendían. En la corte se llegó a
insinuar que el demonio la había tocado en su nacimiento. Por eso pasaba largos
periodos sola, no quería cruzarse con nadie en aquellos días en que ella misma
no se entendía. ¿Por qué un día era capaz de levantarse contenta, con ganas de
recordar a los suyos que los amaba? ¿Y por qué al siguiente deseaba dejar de
vivir, sintiendo un enorme dolor? Por ello se refugió en sus rezos, en sus
conversaciones con el Altísimo en
aquellos días en que era incapaz ni de aguantarse a sí misma. Y aquello también
propició rumores: se le acusó de un misticismo exacerbado, propiciado por una
mente débil. Aquello le hundió más. Nadie era capaz de entenderla y cuando
buscó refugio por otra vía, todavía daba más que hablar. Por ello entrenó su
mente, y poco a poco le fueron dando igual los “qué dirán”.
Lo mismo ocurrió cuando llegó a la corte de Flandes, donde creyó
que podría comenzar de cero, sin nadie que supiera de aquellos cotilleos. Sin embargo,
desde el principio se sintió ninguneada por su esposo, rodeada de personas que
ni siquiera entendían su lengua materna o sus costumbres castellanas. Se creyó
más sola que nunca, ya ni siquiera lograba hallar consuelo en Dios. Y esa
situación derivó en una obsesión por su marido. Todos le recordaban que era
frecuente que los príncipes y nobles pasaran las noches lejos de la cama
conyugal. Otras mujeres quizá podían soportarlo y hacerle frente apoyándose en
terceras personas, pero para Juana era muy complicado, porque no contaba con
amigos o gente de confianza a su alrededor. Así, su mente se nubló poco a poco
y las sospechas se tornaron obsesión. Para el resto era muy sencillo
simplemente señalarla, porque desde fuera nada de todo aquello tenía sentido. Y
el que la juzgaran no hizo más que lograr que se aislara todavía más.
Algunas mujeres aseguraban que con los hijos, Juana lograría
estabilizarse. Pero no fue así. Si bien Leonor le ofreció un respiro, pues el
hecho de ser una niña le permitió que ejerciera de madre ella y no la Corte; la llegada de Carlos fue muy diferente. Cuando
Juana creía que por fin todo funcionaba, y presentía que traería al mundo al ansiado
heredero, Felipe la ignoraba y humillaba más que nunca. Y un parto en un lavabo
de un palacio donde las malas lenguas decían que Juana fue a espiar a su
esposo, terminó de desestabilizarla.
Y así, se sumaron otros cuatro partos más en menos de seis años,
con Juana tratando de mantenerse a salvo de los demás, pero sobre todo de sí
misma. Cualquier gesto o palabra lograba perturbarla, tras todo lo vivido, ya
no confiaba en nadie, ni siquiera en aquellos que, con los años, habían logrado
encariñarse con ella. Así que, no opuso gran resistencia cuando su padre
decidió usar sus crisis como excusa para tomar el control, tras el
fallecimiento de la reina de Castilla. Juana se limitó a ser espectadora de la
pelea por el poder entre su esposo y su
padre. Estaba demasiado cansada y sabía que enzarzarse en una pugna por
defender lo suyo, sólo conseguiría desacreditarle más. Ella sólo deseaba paz,
vivir lejos.
Con frecuencia imploraba a los trabajadores de palacio y a las doncellas que le
hablaran de sus vidas fuera de aquellas paredes. Y les envidiaba. Anhelaba
tener una familia unida, incluso envidiaba que compartieran todos una misma
habitación, porque hasta sus hijos rehuían de ella y pasaba semanas sin saber
de ellos. Especialmente Carlos.
De todo aquello hacía ya años. Ahora miraba a Catalina, su
pequeña, recién nacida, que nunca llegó a conocer a su padre. Juana pensaba en
lo injusto que sería para la niña vivir siempre encerrada en Tordesillas, pero
al tiempo se alegraba de tenerla junto a ella. Se centraría en cuidarla y
quererla como sus otros descendientes no le habían permitido. Esta vez nadie
podría impedirle que fuese ella quien se encargara de su educación.
Durante los años de encierro, Catalina cuidó de su madre, de bebé manteniéndola ocupada con sus necesidades; de mayor protegiéndola de los
abusos de sus carceleros e inventando historias para ella, impidiendo que Juana
perdiera los nervios. Aquellas fantasías le hacían bien, a veces, tras aquellas narraciones, Juana se
asomaba a respirar el aire a la ventana, extendía los brazos y hasta sonreía. Le
hacían sentirse libre.
-¿De dónde sacas estos cuentos? Nunca te han dejado leer nada que
no fuese la Biblia ni te han permitido conocer más allá de estas tierras. – Le
preguntó una vez Juana a su hija.
-Madre, nos han encerrado, nos han maltratado, nos han privado de muchas cosas en esta vida,
pero usted fue quien me enseñó que no pueden controlar nuestros pensamientos, y
estas historias son la forma que tengo de hacernos salir de aquí por un tiempo.
Aquellas palabras conmovieron a Juana. Después de toda una vida,
se creyó comprendida. Catalina le hizo ver que, después de todo, quién no
habría salido loca tras largos años de desprecios de aquellos que debían
amarte.
Pero, sobre todo, cuando su
hija le contaba aquellas historias, Juan se sentía, por primera vez, amada.
Aclaración: Relato inspirado en la vida de Juana I de Castilla, a
la que todos sus parientes tacharon de “loca”. Su hija Catalina creció
encerrada con ella hasta los 10 años, hasta que Carlos I de España y V de
Alemania, llegó a España y la sacó de aquel confinamiento. Sin embargo, su
madre siguió recluida, hasta 46 años pasó sola, en un tiempo en que los problemas mentales todavía no
eran reconocidos, e incluso se vinculaban al demonio. Un estigma que acompañó
siempre a Juana y que le valió su más que conocido apodo: "La Loca".