La jaula de Lola



“I am no bird; and no net ensnares me: I am a free human being with an independent will.”
( No soy un pájaro; y ningún nido me atrapa: Soy un ser humano libre con una voluntad independiente)
— Charlotte Brontë

 Este relato pertenece al Escribitón 2020. Quincena 12. 

El día que Lola se enteró de que Ángela, su madre, había muerto, no supo identificar lo que sentía. El director del sanatorio, desde el otro lado del teléfono, pronunció las clásicas condolencias e insistió mucho en que se había ido sin sufrir, mientras dormía; tratando así de consolar a la, ahora, huérfana. Pero Lola no consideró que aquellas palabras tuvieran que ser para ella. Quizá debieran guardarlas para su marido, que sí sufrió enormemente la pérdida de su progenitora. O para aquellas hijas que iban los domingos a ver a su padre  a la clínica y salían siempre llorando. Pero no para ella, que los primeros días de visita acudía porque se sentía obligada, pero en cuanto se mudó y tuvo la excusa perfecta para prolongarlas en el tiempo, se sintió liberada. Ahora, lo que le invadía el cuerpo era más parecido a aquella liberación que a la tristeza. Y una parte de culpa por aquella sensación.

Lo que sí sabía es que debía volver  a su ciudad natal y organizarlo todo. Por suerte, su tía María, que hizo las veces de madre cuando la suya no pudo, le ayudaría en todo.

Poco después de que el tren iniciara la marcha, su marido cayó dormido. Era un viaje largo, pero Lola no podía imitar a su pareja. Las evocaciones de su infancia no le permitían relajarse. Trató de enlazar los pocos recuerdos que conservaba de su padre, que murió siendo ella una niña. Lo cierto es que lo que más podía contar de él era que pasaba gran parte del día aislado, únicamente su madre podía entrar en la habitación para darle de comer y proporcionarle sus medicinas.

Finalmente, falleció antes de que Lola pudiera construir una imagen nítida de él. Quizá por si la enfermedad se reproducía, o quizá porque su madre no lo superó, la vida en casa fue asfixiante hasta que logró independizarse. Cuando el resto de compañeros del colegio salía de excursión, Lola se quedaba en casa con su madre. En invierno, no le dejaba salir hacia el colegio sin haber revisado antes que llevaba la ropa adecuada, incluso siendo adolescente le preparaba las prendas que debía llevar. Le ponía el termómetro aún sin haber presentado síntomas de resfriado. “A veces no nos damos cuenta, y hemos cogido frío. Mejor tratarlo antes de que se convierta en una neumonía”. En verano, nunca podía ir a la piscina o a pasear en bici con sus amigos. “No imaginas la de ahogos que hay, incluso en los bañistas más experimentados”. “¿En bici? Ni hablar, podrías caerte y darte un mal golpe”. Durante años, Lola tomaba diferentes vitaminas en el desayuno, cuya función nunca conoció a ciencia cierta. Ingería jarabes sólo por prevenir dolencias que era poco probable que sufriera.

Lola creía que su madre sabía lo que hacía, que era por su bien. Así que, aunque le doliera no poder mantener amistades fuera del aula ni llevar a cabo la vida que le correspondería por edad, lo aceptó.

Hasta que terminó el instituto y anunció que quería estudiar una ingeniería fuera de su ciudad. Lola ya contaba con la  negativa inicial de Ángela. Por eso tenía preparada una hoja de cálculo donde mostrarle a su madre que podían permitírselo, gracias a las becas, a los ahorros que dejó su padre en la cuenta de Lola y a lo que ganaría ella trabajando las vacaciones en la tienda de la tía María. Pero Ángela no le dejó ni terminar de exponer el discurso que tanto había ensayado con su tía. Las conclusiones de su madre no obedecían a la economía, ni siquiera a no poder verse durante semanas. Sino a todos los peligros que acarreaba que una chica joven viajara y viviera sola. De nada sirvió explicarle que compartiría piso con otras chicas que también se iban desde su localidad, que eran sanas, que no fumaban, que no daban problemas. Que Lola acudiría al médico ante cualquier síntoma, que se cuidaría. Su madre no atendía a razones. Pero Lola estaba decidida. Y las peleas crecieron.

—¡Mamá! Yo ya no puedo vivir así. Durante muchos años he aguantado, he hecho todo lo que pedías y he renunciado a muchas cosas. Pero no soy un pájaro que deba volver siempre a tu nido. Soy una persona libre con aspiraciones y planes, con un camino independiente que trazar—concluyó tras una de aquellas riñas Lola.

Entonces despertó. Comprendió que su madre no estaba bien, que lejos de protegerla le había dado una vida de miedos e inseguridades. La convivencia se volvió insoportable hasta tal punto, que Ángela llegó a amenazar con acabar con su vida. María tuvo que acoger a su sobrina en casa para evitar que alguna de aquellas broncas terminara en tragedia. Y entonces, Ángela lo intentó. La encontraron a tiempo y, aunque los especialistas que la trataron aseguraron que había sido una llamada de atención, sí detectaron otros trastornos. Lola y María optaron por ingresar a Ángela en un sanatorio. Y así, la jaula de Lola se abrió. Hasta que recibió la llamada de aquel doctor.

Al funeral acudieron únicamente Lola, su esposo y su tía María. Ángela no tenía más familia y, tras la muerte de su marido, apartó a todas sus amistades. Lola pensó en cómo habría sido la vida si a su madre la hubieran tratado antes, si ella hubiera podido vivir una infancia y una adolescencia normales, si su madre hubiera sido una madre y no su carcelera. Cuando colocaron el ataúd y lo taparon con una losa, Lola sintió que su jaula, ya no sólo estaba abierta, sino que se había destruido.