Lucía y Eva


What’s past is prologue
(Lo que ha pasado, es el prólogo) 
William Shakespeare 

 
 

Este relato forma parte de una colaboración con Maribel (Dos y veintidós). A su vez, es la segunda parte de este otro relato: Lucía.

 

Lucía llevaba varias horas conduciendo cuando decidió hacer una parada. Ya se encontraba cerca del destino, pero necesitaba tomar aire. Sentía que el corazón le iba a explotar en cualquier momento. Pero ya no se trataba de aquella ansiedad ni esa sensación de oscuridad dentro. Eran los nervios por saber que estaba próximo el reencuentro.

El camino no había sido sencillo. Desde la reunión con sor Ángela, su vida había cambiado por completo. Al principio, el impacto por la noticia no le permitió reaccionar. Ni siquiera hablaba de ello con Héctor, con quien, hasta entonces, lo había compartido todo sin reparos. Cuando por fin encajó los datos que aquella monja le había desvelado, fue capaz de relatar el encuentro a su pareja. Lucía no se atrevía a hacer nada, o más bien no sabía ni por dónde empezar. Así que, Héctor se puso en contacto con un amigo abogado. Lo primero era comprobar la partida de nacimiento y el acta de alumbramiento, así como solicitar la documentación donde apareciera la comadrona o médico que habían asistido el supuesto parto. Aunque lo más probable es que todo hubiera sido falsificado. Igualmente debían acudir a la clínica donde, en teoría, había tenido lugar el nacimiento y tratar de recuperar el historial clínico. Como era de esperar, este documento no constaba pues, casualmente y como el abogado había anticipado que alegarían, la clínica sufrió un incendio hacía una década, donde se habían perdido la mayoría de los documentos que todavía no habían sido digitalizados. Era frecuente que en estos centros se hubieran producido inundaciones, fuegos, o simples desapariciones misteriosas en las décadas previas.

Con todo, el siguiente paso era presentar una denuncia. Héctor fue quien se encargó de la parte legal y Lucía agradeció que así fuera, pues ella ya tenía suficiente con gestionar el lado emocional. La vida ya no podía ser igual para ella. Solicitó una excedencia en el trabajo, para centrarse en encontrar a su verdadera madre. Invertía gran parte del día, y de la noche porque el insomnio no la abandonaba, en leer artículos sobre casos como el suyo. Su marido le animó a ponerse en contacto con alguna asociación que la entendiera y apoyara. Pero Lucía todavía necesitaba procesar en soledad. El abogado le instó a investigar entre el círculo de amigos y familiares de sus supuestos padres, pues cualquier testimonio en que se pusiera en duda el embarazo o demostrara un viaje o ausencia prolongado en el tiempo de la familia podría servir para avanzar en el proceso. Sin embargo, deliberadamente o porque de verdad no sabían nada, ninguno aportó grandes detalles. Por ahí no iba a sacar nada. Cuando fue consciente de que no podía hacer más, se atrevió a buscar apoyo  en sus iguales. Así descubrió historias terribles de madres, padres, hijos e hijas que llevaban décadas buscándose. Y casos en que el final no era de cuento: progenitores que ya habían fallecido, reencuentros que no se producían porque alguna de las partes no lo deseaba o reuniones que resultaban ser una decepción.

En todo ello había ido cavilando Lucía a lo largo del viaje en coche. ¿Cómo sería su caso? Al menos sabía que su madre sí le había buscado y sí ansiaba tanto como ella conocerla. ¿Qué habría pasado? ¿Cuál sería su historia? Vació  el bolso sobre la mesa del área de descanso donde había parado. Cayó un sobre donde guardaba los datos que había ido recopilando, entre ellos, los resultados de la prueba de ADN que la vinculaban a una mujer que vivía a 300 kilómetros de ella. Tras una breve conversación por teléfono, ambas estuvieron de acuerdo en que era algo que debía tratarse en persona. También abrió uno de los libros que había leído antes de que su mundo se desmoronara. Mientras pueda pensarte, de Inma Chacón, trataba de un hombre que gozaba de todos los éxitos, pero a los cuarenta años descubre que sus padres no son sus padres y que es uno de esos niños robados. Ahora, Lucía casi podía recitar de memoria aquella novela. Aunque lo que no sabía era si en realidad los sentimientos del protagonista eran ya tan suyos que entremezclaba la parte de la novela con su parte de realidad. Finalmente, Cuando terminó la infusión que había pedido para calmar los nervios, cerró el libro, guardó todo de nuevo y prosiguió el viaje.

En menos de media hora estaba en la dirección indicada. Respiró hondo y tocó el timbre, que no tardó en ser respondido, como si la mujer hubiera estado esperando junto a la puerta.

Conforme subía las escaleras a Lucía le temblaban las piernas. Al pisar el último escalón de la primera planta, la vio apoyada en el quicio de la puerta. Lucía comprobó que aquella mujer morena, bajita y delgada; como ella, también temblaba.

—¿Eva? —preguntó casi en un susurro.

—¿Lucía?—devolvió la pregunta mientras asentía con la cabeza.

Y entonces sucedió. Ninguna lo había planeado, las dos creyeron que primero hablarían, que no sentirían nada al verse, pues eran desconocidas. Pero ambas rompieron a llorar al tiempo que se abrazaban.

Tras el largo abrazo, Eva invitó a Lucía a pasar. Esta entró lentamente a un piso mucho más pequeño que en el que ella se había criado. Se fijó en todas las fotos que decoraban el salón: imágenes de celebraciones en los que, obviamente, ella no estaba. Sintió celos de los dos chicos que aparecían en ellas.

—¿Son… mis hermanos? —Lucía señalaba a una foto donde uno de ellos aparecía con una banda en lo que parecía su graduación universitaria.

—Sí. Luis, el mayor, y Santi. Se llevan contigo cinco y siete años.

—¿Saben que existo?

—Sí. Desde pequeños saben que antes de ellos hubo una niña que no había sobrevivido al parto. De adolescentes, que esa niña vivía.

—¿Es mi padre?—esta vez, Lucía señalaba a una foto de bodas.

—No. Supongo que estás deseando saber qué sucedió. Por lo que he leído, la mía no es una historia distinta al resto. Me quedé embarazada joven, soltera, un padre huido, sin una familia que me ayudara y en un pueblo donde me hubieran señalado de por vida. Pese a ello, estaba dispuesta a tenerte y sacarte adelante. Llevaba un tiempo ahorrando para marcharnos a la ciudad, donde nadie me conociera. Los ochenta ahora se cuentan como la época en que España empezó a vivir en libertad, a abrir la mente. Pero no era así para quienes vivíamos lejos de los núcleos urbanos o para los que no teníamos tanto dinero. Fue entonces cuando, en una revisión del embarazo, conocí a Sor María. Se portó muy bien conmigo, se ganó mi confianza y me convenció para dar a luz en el convento. ¿Para qué ir hasta el hospital estando ellas a la mitad de camino y perfectamente formadas? El resto te lo puedes imaginar: te llevaron a hacer una revisión rutinaria de la que nunca volviste. Pequé de tonta al dejarme convencer, aunque en el fondo algo me decía que seguías viva. Nunca me cuadró aquel fallecimiento, porque yo te oí llorar muy fuerte, habías nacido viva, de eso estaba segura. Después de aquello, me costó retomar mi rutina, pero seguí con mi plan, y me marché lejos del pueblo. Nunca volví. Al cabo de unos años, afloraron en televisión las entrevistas a madres con relatos parecidos al mío. Y así empecé  a buscarte. Claro, se habían encargado bien de falsear todos los documentos. Así que, hasta que tú no denunciaste también y colocaron tus datos en la base de datos, fue imposible que nos encontráramos… Lucía, yo siempre te quise. Jamás te olvidé, aunque rehíce mi vida, yo siempre he hablado de tres hijos: mi niña y mis dos niños. Ahora no pretendo que olvides tu infancia, ni que rechaces a tus padres. Solo dime una cosa, ¿eres feliz? ¿Tuviste una buena niñez?

Lucía no podía hablar, tenía un nudo en la garganta. Sí, sí que había tenido una buena educación, una vida tranquila, donde todas sus necesidades habían estado cubiertas. Pero ahora se veía incapaz de mirar al pasado con optimismo, sentía que todo había sido una farsa.

Al principio sintió rabia contra Eva, por haberse dejado engañar, por no haberla buscado lo suficiente, por no haber luchado más por ella. Ahora no podía reprocharle nada, porque el discurso le pareció sincero, porque sintió que ella llevaba un par de años de sufrimiento, pero Eva arrastraba más de treinta años de duelo, primero por una hija a la que creía muerta, después por una hija que sabía viva pero de la que no conocía su paradero o si podría verla alguna vez.

Era el fin del mundo de ambas tal y como lo conocían. Sólo de ellas dependía el cómo. Y así, acordaron conocerse, que con el tiempo Lucía conociera también a sus hermanos, al padre de estos y dejar que todo fluyera. No podían forzar el cariño, porque no podían cambiar el pasado, pero ahora que se habían encontrado, podían escribir juntas el prólogo.