Manuel

 
 

Los sentimientos no los elegimos; se nos vienen, se crían como la maleza que nadie planta y que inunda la tierra.

-Emilia Pardo Bazán

 

Este relato forma parte de una colaboración con Maribel(Dos y veintidós)

Manuel veía a la gente de la playa desde el coche. Pero no les observaba con verdadera atención. Diez minutos después, habría sido incapaz de describir a una sola de las personas que paseaban por la orilla. Hacía meses que no lograba concentrarse en nada de lo que hacía. Y más tiempo aún desde que debería haber  entregado el último borrador de su novela a su editor. En realidad, el primero, porque todo lo expuesto hasta el momento no eran más que un puñado de palabras sin chispa que ni siquiera podía considerarse texto. Así que, ante la presión, decidió volver a los inicios, para ver si lograba inspirarse. Todo escritor ha hecho alguna vez este ejercicio: Observar a la gente en un espacio público, un medio de transporte, una cafetería… e imaginar qué hacen en ese lugar, a dónde van, por qué están contentos o tristes; en definitiva, quiénes son y qué vida tienen. Pero a él, ni esta práctica tan simple le servía ya.

“Los sentimientos no se eligen”, solía decirle su madre. Pero sí podíamos elegir cómo gestionarlos. O eso creía él, que siempre había sido tan frío, tan práctico y organizado y ahora se veía incapaz de poner en orden ni tan siquiera sus propios cajones. Conforme pasaban los minutos, comprendía que no iba a sacar la inspiración de aquel lugar, además, comenzaba a anochecer. Así pues, arrancó y puso rumbo a la casa que había alquilado para el mes de octubre en aquella playa de Cádiz. Creyó que, como en aquellas películas alemanas de serie B que emitían en la sobremesa de los fines de semana, si se aislaba en un lugar diferente al habitual de trabajo, descubriría algo que ayudara a que la historia llegara a su cabeza. Era 23 de octubre, y todavía no había llegado. “Ay, mamá, cómo necesitaría ahora tu sabiduría”, pensó. Ciertamente, su progenitora era algo así como su musa. Casi todas sus novelas habían comenzado a raíz de una de sus reflexiones o tras alguna de sus anécdotas. Pero se marchó hacia unos meses, justo cuando Manuel debía volver a la escritura.

Le quedaba una semana para dejar el piso y eso ejercía de presión extra. Y cuanta más ansiedad sentía por no alcanzar el objetivo, más le costaba concentrarse. Últimamente parecía ir a la deriva en todos los aspectos. En el fondo echaba en falta la época en que no era un afamado escritor, cuando sus escritos llegaban a media noche, o en mitad de una escapada, cuando daba igual que los dejara a medias durante semanas, o que fuesen de escasa longitud. Siempre había soñado con vivir de lo que mejor sabía hacer. Pero nunca contó con que los plazos fueran a afectarle tanto.

El semáforo de la  calle paralela a la suya se puso en ámbar, pero decidió acelerar antes de que pasara a rojo, a esas horas no solía pasar tráfico por allí, no sucedería nada.

Sin embargo, sí ocurrió, pero tan rápido que apenas fue consciente. Un pitido, otro vehículo que parecía salir de la nada, vueltas, dolor, visión borrosa. En un parpadeo, una silueta junto a él y en el olfato, el olor a campo, a azucenas.

 ***

—¿Dónde estoy? —preguntó Manuel desorientado.

—Procure no moverse mucho. Ha sufrido un accidente con el coche. Por suerte, los daños no han sido graves y en unas semanas estará recuperado—le explicó la médica.

—¿Y el conductor del otro coche está bien?

—¿Qué otro coche? No chocó usted con nadie. Según la policía, aceleró y debió perder el control de su vehículo, por lo que colisionó contra el muro del edificio.

No podía ser, él recordaba perfectamente el golpe por el lateral. Pero si hubiera sido así, habría otro automóvil cuando llegara la ambulancia o la policía lo habría detectado, aunque se hubiera dado a la fuga.

—Debe de haber un error. Sé que alguien me dio por el lado izquierdo, sé que fue mi culpa porque aceleré cuando no debía, pero antes de irme contra el muro, otro coche me golpeó. Alguien tuvo que llamar a emergencias y quizá lo viera. Alguien se acercó y se quedó junto a mí todo el rato y recuerdo que llevaba perfume de azucenas.

—Quizá el golpe esté causándole confusión, pero nadie estaba junto al coche. Los compañeros de emergencias nos han contado que cuando llegaron, no había nadie allí. No saben quién dio el aviso.

Manuel no podía entender nada. Parecía que hubiera inventado aquel golpe, quizá la doctora tenía razón y estaba confundido. Pero no, él sabía perfectamente que aquello había sucedido.

—Le voy a dejar descansar. Pasaré a verle en la siguiente ronda. Si necesita algo, puede pedirlo al enfermero.

—¿Podrían dejarme papel y boli?

No sabía qué iba a descubrir, si es que descubría algo, pero sí sabía que su próxima novela iba a comenzar relatando su accidente.