Sara (Parte I)

 

"Todos  tenemos demonios  en los rincones oscuros del alma; pero si los sacamos a la luz, los demonios  se achican, se debilitan, se callan y nos dejan en paz".

 – Isabel Allende


Este relato forma parte de una colaboración con Maribel(Dos y veintidós)


A mamá le pareció buena idea que pasara una temporada en el pueblo con la abuela. Hacía tiempo que no lo visitábamos. Al menos yo, que no había regresado desde el entierro del abuelo. Mis padres decían que tras el funeral comenzó todo, aunque yo creo que fue antes. Es cierto que estábamos muy unidos y que su pérdida agravó mi situación, pero culparle, aunque fuese de forma indirecta, no era para nada justo. Pero mamá era así, necesitaba encontrar la causa, el momento exacto en que llegó “eso”, como ella lo llamaba, porque era incapaz de denominarlo por su nombre, como era incapaz de aceptar que no había una cosa concreta que lo originara.

Acepté de buena gana porque necesitaba realmente un cambio de aires, y porque echaba en falta a la abuela, a quien no había podido visitar por “eso”. También creí que, así, mi madre conseguiría relajarse un poco y descansar de mí.

Por ello, pusimos rumbo a la sierra. La casa de los abuelos estaba tal y como la recordaba. La abuela, que para tener ochenta años contaba con una vitalidad y energía que ya las quisiera para mí, mantenía el lugar con mimo. Era verdad que, por las circunstancias, hacía mucho que no iba, pero me gustaba contar con aquel hogar, donde tomar aire, donde recordar las trastadas con mis primos en la niñez, los primeros besos durante las fiestas de agosto y los paseos por la nieve después de abrir los regalos de Reyes.

Una vez instalados, me dispuse a salir hasta la hora de la comida. Mamá se marcharía a media tarde, para volver al día siguiente al trabajo. Después, seríamos la abuela y yo.

—¿A dónde vas, Sara?—Cómo no, ni lejos de casa iba a escapar al interrogatorio de mi madre, que estaba en la cocina tomando un café con la abuela.

—A dar un paseo.

—¿Tú sola?

—Mamá, es de día, tengo 22 años, sólo voy a pasear por el pueblo… Creo que sí, puedo ir sola.

No me respondió, simplemente asintió lentamente con la cabeza. Me había pasado de borde, pero necesitaba algo de confianza y libertad. Ella sabía que tenía que confiar en mí y dejarme mi espacio poco a poco. En el fondo entendía que después de “eso” no quisiera que estuviera sola, pero formaba parte del proceso.

—Confía en ella. Yo la veo muy bien.— Trató de tranquilizarla la abuela.

—En quien no confío es en mí. Me da miedo que vuelva a pasar, que vuelva a no darme cuenta…

Mamá siempre se culpó. Tenía razón en que nadie supo verlo, ni siquiera yo, por eso mismo debía dejar de martirizarse, ahora era ella quien necesitaba ayuda y el espacio que yo ansiaba, también sería beneficioso para ella.

Salí de la casa y respiré profundo. Olía a paz. No sé explicarlo, pero en la ciudad, la ansiedad siempre me alcanzaba. Había olvidado lo bien que le sentaba a mi cabeza el aire puro. No paseé por el pueblo, como le había dicho a mi madre, me dirigí directamente a mi rincón favorito. Tras una buena caminata, llegué a las afueras, donde había un mirador desde el que se veía la inmensidad del bosque y de la montaña  que rodeaba al pueblo. Como me sucedía desde niña, me quedé embelesada con aquel paisaje. Por primera vez en muchos meses, no pensaba en nada, había logrado desconectar. Allí sola, parecía que nada podía ocurrirme, que mis demonios no me atormentarían.

La armonía acabó cuando escuché a un perro ladrar. Desde niña me han dado pánico, así que, instintivamente, pegué un salto cuando lo sentí acercarse.

—Tranquila, no hace nada—dijo el chico que venía corriendo tras él.

—Odio esa frase, ¿sabes? Me hace sentir estúpida por algo que no puedo controlar—contesté bastante malhumorada. No era la primera persona a la que respondía de forma borde esa mañana.

El muchacho se limitó a llamar a Balú, el perro, para que fuese con él y colocarle la correa, cuando se incorporó me miró de arriba abajo.

—De pequeña tenías mejor carácter —afirmó escuetamente. Después, se marchó sin más explicación. Me dejó descolocada, pues no lograba ubicarle en mi memoria. Además, era la primera persona que no me daba la razón sin más, que no se callaba ante mis impertinencias. Desde “eso”, la gente de mi alrededor parecía ir con pies de plomo, tratando de no perturbarme nunca. Y que él fuese tan franco, me gustó. Me hizo sentir de nuevo una persona y no un objeto de porcelana que pudiera romperse con facilidad.

Mientras comíamos, conté mi encuentro y comenté que no tenía ni idea de quién se trataba.

—¡Ay, niña! Qué pronto olvidaste el primer amor.  Con la de veces que veníais juntos a casa para ver la cinta de ‘El libro de la selva’ y no has caído en quién podía ser el dueño de Balú—respondió la abuela entre risas.

—¿Mi… primer amor?

—¡Pues claro! Javier, el de los panaderos. Ay, Sara, aunque sea por el pasado, podrías pedirle disculpas e invitarle a tomar algo.

La idea de ir al pueblo era aprender a pasar tiempo conmigo misma, aceptarme de nuevo. Pero quizá mamá tenía razón y era buena excusa. Javier fue, por muchos años, mi mejor amigo en el pueblo. La abuela dijo aquello de amor porque para ella es inconcebible que un hombre y una mujer fuesen amigos y nada más, pero para mí fue eso, un buen compañero de juegos, paseos en bici y verbenas. Estaba tan nublada, que no lo reconocí en el instante, ni me esforcé en hacerlo.

Cuando mamá se fue, le dije a la abuela que iba a pasarme por casa de Javier, para que viera que, aunque había cambiado mucho, podía tener mejores maneras de las que le había mostrado.

—Sara, espera. —Me detuvo antes de que saliera de casa.

—Antes, delante de tu madre no quise decir nada, porque ella te sobreprotege, pero ese chico, es buen chaval solo que… en fin, ten cuidado, ¿vale? Todos tenemos nuestros demonios y tú estás haciendo desaparecer los tuyos, pero no sé si los de él se han debilitado. Esto es un pueblo y todo se sabe, prefiero que lo descubras tú misma y que no vayas con prejuicios, pero sentía que debía advertirte.

No sabía si aquello haría que fuera con más cuidado o no. Por un lado, no estaba preparada para sostener a otros. Sin embargo, ¿no estaba adelantando acontecimientos? Ni siquiera sabía si Javier iba a aceptar mi invitación, si después querría seguir viéndome o si me mostraría esos demonios. Por otro, la idea de acercarme a una persona que no supiera nada de mí en los últimos años, que no pudiera juzgarme o tenerme lástima, era demasiado tentadora.

Sin darme mucha cuenta, había llegado hasta la puerta de casa de sus padres. Me abrió su madre, que pareció alegrarse mucho de verme y me dijo que por supuesto iba a buscar a Javier. Cuando aceptó que le invitara a un café en el bar de la plaza, ninguno imaginamos que aquel invierno lo cambiaría todo.