Javier (Parte II)

 


"Pocos de nosotros somos lo que parecemos"

-Agatha Christie 

 

Este relato forma parte de una colaboración con Maribel(Dos y veintidós)

A su vez, es la segunda parte de Sara

 


El día que Sara volvió supe que algo iba a cambiar. Ella no me reconoció, pero yo lo hice de inmediato. Su historia era la clásica. Sus padres se marcharon, siendo ella pequeña, a la ciudad con la pretensión de encontrar un trabajo que en el pueblo ya no hallarían y ante la promesa de una vida mejor. Los efectos de la despoblación ya eran más que notables para entonces. Después, sólo acudirían en festivos y fines de semana, aunque, con el tiempo, esas visitas se irían espaciando más, hasta prácticamente desaparecer.

Por eso me llamó tanto la atención verla allí a mediados de febrero, cuando la última Navidad ni siquiera habían pasado un festivo en el pueblo. Sara apenas había cambiado. Ya no era una niña, estaba claro, y algo en su mirada era distinto, ya no conservaba en ella la inocencia que le caracterizaba. Supongo que  ninguno de los dos éramos ya los mismos. ¿Cómo serlo si habían pasado casi diez años? Sin embargo, sus gestos eran idénticos a los de niña: su manera de apartarse el pelo hacia atrás,  los movimientos de sus manos mientras hablaba, la forma de su boca cuando algo le preocupaba… Incluso el hecho de encontrarla en aquel paraje donde solíamos terminar nuestros paseos de niños.

Sara fue mi mejor amiga toda mi infancia. Nuestras abuelas se empeñaban en decir que éramos novios. Nosotros, simplemente las ignorábamos, no entendíamos su visión ni que no comprendieran que un chico y una chica podían ser, simplemente, amigos. Porque por mucho que yo la quisiera, que la echara de menos, y que me doliera la distancia que se hizo cada vez más creciente entre nosotros, yo no podía estar enamorado de ella.

Al principio, Sara me escribía cartas. A ella siempre le encantó escribir, pero poco a poco, a mí me fue costando más responderlas y abrirme a ella. Entonces lo intentó con las llamadas. Cada domingo después de comer, me llamaba puntualmente. Sabía que en ese rato, todos en mi casa echarían la siesta y yo tendría el salón para mí solo. Pero, sin más, dejó de hacerlo. Entonces comencé a telefonearla yo. Sin embargo, siempre me despedía rápido ya que tenía mucho que estudiar o había quedado con unos amigos. Sentía celos, porque ella rehacía su vida. Y yo seguía siendo el bicho raro del pueblo.

Creí que el inicio del instituto supondría un cambio, un nuevo comienzo. Como cada vez quedábamos menos adolescentes en el pueblo, el instituto se había visto obligado a cerrar, así que me correspondía ir al de la localidad vecina. Lejos de resultar una oportunidad de conocer nuevas amistades, resultó un nuevo obstáculo para sentirme especial. No lograba encajar, me costaba comunicarme con mis compañeros y, sobre todo, me costaba ser yo mismo. Como fingir ser quien no era tampoco ayudaba, dejé de intentarlo. Me acostumbré a la soledad, aunque echaba mucho de menos a Sara. O más bien la inocencia que representaba su recuerdo. Entonces sucedió aquello que oculté hasta que ella regresó…

El día que la encontré parada en el cerro, presentí que llegaba para quedarse algo más que unos días, que quizá a ella la vida tampoco le había ido todo lo bien que creía.

Por ello me alegró que viniera enseguida a buscarme a casa, que me invitara a aquel café que se alargó horas. Nos pusimos al día, aunque realmente no había mucho que contar, más que frivolidades. Cuando se hizo el silencio, no pude evitar preguntar:

­­­—¿Por qué estás aquí después de tanto tiempo?                 

—Para huir de las preguntas —respondió tan inteligentemente como siempre había hecho.

—Perdona…

—No pasa nada. Digamos que a mi madre le pareció acertado que me alejara de todo lo que casi acaba conmigo. Aunque ninguna sabemos bien todavía qué es eso…

—Corren rumores por el pueblo. Yo no he querido chismorrear, pero es inevitable…

—¿Qué dicen?

No me atrevía a decírselo. Pero Sara puso su mano sobre la mía, que reposaba sobre la mesa, y me miró con esa inocencia que creía perdida.

—Que intentaste suicidarte.

—Siempre me gustó tu contundencia—respondió mientras dibujó una media sonrisa en su cara. —Por una vez, los cotilleos son ciertos. Por ahora no estoy preparada para hablar de ello—concluyó.

—Supongo que ahora me toca a mí confirmar si los rumores que habrás oído sobre mí son ciertos—desvié el tema hacia mí para respetar su decisión. 

—Todavía no sé de qué tratan. Sólo me han pedido que tenga cuidado contigo.

No pude evitar reírme al escuchar aquello. 

—Perdona, es que me sigue haciendo gracia cuando piensan que hay que cuidarse de mí. ¿Ves a Carlos, el dueño del bar? No nos ha quitado ojo, estoy seguro de que nos tiene puesto un amplificador. ¿Por qué no retomamos nuestros paseos?

Y así, volvimos a quedar cada día para caminar hasta el cerro, lejos de los lugareños, lejos de la vigilancia familiar, donde sólo fuésemos, de nuevo, Sara y Javier.

Para cuando llegó la primavera y la capa blanca de nieve fue sustituida por el verde de la hierba y los árboles, Sara ya sabía que mi fama de peligroso era falsa. No me costó contarle la verdad, era como si, sin saberlo, hubiera deseado poder abrirme a alguien sin que me juzgara. No es que mis padres no me aceptaran, pero en el fondo sé que se culpaban por no haber logrado ganarse mi confianza. No era eso. Había interiorizado tanto que era “raro”, que nadie quisiera ser mi pareja en los trabajos de clase, que siempre me escogieran el último en los equipos de educación física; que simplemente creí de verdad que nadie sería capaz de comprenderme. Salvo ella. Ella para mí, era la niña al que no le daba asco ninguna de mis heridas, ni las externas ni las internas. 

Sara escuchó en una de nuestras caminatas mi historia. No me interrumpió ni una sola vez mientras le contaba lo doloroso que fue para mí aguantar las burlas, hasta que dejaron de importarme. Lo más doloroso aún que fue aceptarme a mí  mismo. Yo no podía amar a Sara ni a nadie, como decían mis abuelas, porque primero debía quererme a mí mismo. Pero, sobre todo, no podía amar a ninguna mujer de esa forma, porque pronto descubrí que los que me gustaban eran los chicos. Traté de convencerme de que aquello estaba mal. Sí, habíamos avanzado mucho como sociedad, pero todavía no contábamos con referentes. Las series que seguíamos no mostraban a personajes homosexuales. Cuando nos daban charlas sobre sexualidad, siempre eran desde el punto de visto heteronormativo. Yo no entendía lo que me pasaba y lo oculté, porque no quise ser el foco de más abusos. Por eso no iba a los viajes, ni a los pocos cumpleaños a los que me invitaban por compromiso, ni a la fiesta de fin de curso. El fin de la enseñanza obligatoria fue una liberación para mí. A mis padres les habría gustado que siguiera estudiando. Pero descubrí que su panadería era infinitamente más agradable que un aula . Yo me encargaba de cocer el pan, de preparar la bollería… Liberaba a mis padres de carga y yo realizaba el trabajo más duro, pero el que menos contacto social requería. Así me gané la fama de huraño. Y los rumores empezaron a circular: que si sufría un trastorno mental, que si me habían expulsado del instituto por agredir a un compañero… Nadie se molestó nunca en preguntarme cuánto había de verdad en aquello. Y, sin embargo, no me fui del pueblo, porque tenía un oficio que me gustaba, un entorno del que disfrutar y un perro grande que no habría podido tener en cualquier piso de ciudad.

Sin embargo, a Sara le costó un poco más abrirse. El día que lo hizo habíamos alargado la ruta, para subir un poco más alto de lo habitual. Cuando comenzó a hablar, ella estaba de espaldas a mí, sentada en una roca, mirando hacia el abismo. Yo le dejé hablar.

—Yo no puedo detectar como tú qué inicio mi viaje de no retorno. Al contrario que tú, yo sí parecía tenerlo todo: amigas, quedadas, experiencias… Así que, no sé qué falló. La terapeuta me ha hecho ver que no era mi culpa, que no era débil, que no es que no lo intentara suficiente… Pero al principio sí me sentía así. Sentía que estaba fallando a todos, que era una desagradecida, que no tenía derecho a sentirme sola, porque estaba rodeada de gente. Sentía que no lo estaba intentando lo suficiente, que tenía que levantarme cada día con una frase optimista, como esas que salen en las agendas de Mr. Wonderful. ¿Cómo teniéndolo todo podía tener tan pocas ganas de salir de la cama? Así que, se fue haciendo bola hasta que un día me compré una botella de vodka y me tomé cuanto calmante pude. No era una llamada de atención, juro que no, quería… quería morirme. Necesitaba descansar, que mi cabeza dejara de pensar, que dejara de dolerme intentar hacer una vida normal…

No podía decir nada. Un impulso me llevó a abrazarla sin avisar. No lo habíamos hecho en todo ese tiempo. Ella se dejó. De pronto, miré al vacío, después a ella.

—Tranquilo, no he vuelto a tener impulsos suicidadas—me dijo.—Ha costado, pero estoy en el buen camino. Lo último que necesitaba era descubrirme a mí misma. Por eso mi madre me trajo aquí, pensó que no tendría más paz que en este lugar.

—¿Y ya te has encontrado?

—Aún no. Pero por primera vez en mucho tiempo, tengo ganas de verdad de levantarme cada mañana. La abuela me mantiene ociosa. Nuestros paseos son una especie de “premio” y contigo me siento completamente yo…

—Pero no puedes quedarte aquí para siempre. Quiero decir, no es que este pueblo tenga demasiada vida ni futuro…

—Bueno, eso déjame decidirlo a mí, ¿no? ¿Sabes? Aún no he visto cómo se hace el pan, igual me gusta esa profesión.

—Eso tiene fácil solución. Aunque te advierto que hay que estar en pie a las cinco de la mañana.

—Entonces, vámonos a descansar. Mañana a las 5 en la panadería.

Sara se levantó y comenzó el descenso. Éramos dos almas rotas  en proceso de recuperación, sí. Pero dos mitades suman una unidad.

Sonreí interiormente imaginando qué barras de pan iban a salir al día siguiente si dejaba que Sara me ayudara. Y, después de muchos años, me sentí plenamente feliz.