Agustina

 


 


Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera, y sin embargo, sucedieron así. 

    

—Miguel Delibes 

Este relato forma parte de una colaboración con Maribel(Dos y veintidós):

Aquella mañana refrescaba. Pese a ser agosto, el amanecer ya traía una suave brisa. A Agustina no le habría importado si se encontrara en su cama. Ahora, se arrepentía de no haber cogido su chaqueta estilo militar dieciochesco para cubrirse los hombros cuando llegaron a por ella. Creyó que pronto volvería a casa, que sería otra más de aquellas visitas a la comisaría por sus extravagancias. No pudo evitar sonreír tras aquel pensamiento. ¿Cuántas veces no se habían burlado de ella por utilizar aquel húsar como si se tratara de una prenda de vestir más? Y cuánto le daba a ella igual. Agustina siempre había hecho lo que había querido, sin pedir permiso a nadie. No solicitó autorización para leer. Por eso le dio igual que su familia se reuniera para decidir si le iban a consentir que lo hiciera o no. Ella leería igualmente, ya encontraría la forma de esconder sus libros sobre astronomía, medicina y política. Tampoco pidió permiso nunca para escribir sus opúsculos, que repartía, con poco éxito, en la zapatería de su familia, ni las dos obras de teatro que no tuvieron una acogida positiva entre el público, pero que para ella fueron como sus hijos, pues exponían sus ideas teosóficas. Mucho menos solicitó permiso para asistir a manifestaciones o protestas en defensa del sufragio femenino.

Agustina se sentía incomprendida, pero no por ello dejó de ser ella misma. Vivió su juventud en una España todavía adormecida. Sin embargo, ella perteneció a la minoría de despiertos, que, paradójicamente, eran los considerados locos. Pronto dejó de luchar contra esa etiqueta, y la interiorizó. Admitió que sufría histeria, solo para que la dejaran en paz, para que no la juzgaran, para que el resto justificara sus actos. Poco le importaron las terapias y las friegas, porque al salir de la consulta era libre. Evidentemente, los tratamientos no surtían el efecto que otros esperaban. Agustina no estaba loca. No. Simplemente, su cuerpo nació un siglo antes que su mente. Y eso contribuyó a que abriera las puertas a muchas otras.

Por desgracia, ella estaba ahora tras una puerta cerrada con llave. No tenía miedo. Nunca lo tenía. Pero conforme pasaban las horas, crecía la inquietud. Se daba cuenta de que esta detención no era otra más. Parecía que esta vez nadie fuese a decir: “Dejadla. La pobre no sabe ni lo que hace”.

De pronto, escuchó llover. La ventana de la celda era minúscula, pero podía ver tras ella las finas gotas de agua. No era normal que lloviera en Granada en esa época del año. Un escalofrío la recorrió. No, definitivamente no era una detención más. Cerró los ojos y trató de viajar con la mente a otro lugar. Se imaginó paseando bajo la lluvia con alguna amiga, volviendo, quizá, de una reunión espiritista, de repartir panfletos, o de alguna tertulia en el café del centro, al que debía acudir vestida de hombre para que la escucharan.

—¡Agustina González López! —gritó un funcionario al otro lado de la puerta, sacándola de su ensoñación.

Agustina  fue conducida a un camión, que viajó unos kilómetros hacia al sur. Junto a ella, otros hombres y mujeres. Algunos lloraron, otros rezaron. La mayoría, simplemente callaban.

Todos bajaron del camión y caminaron pocos metros. Fueron colocados en fila. Frente a cada  preso, un soldado con un fusil. Agustina ya no tenía frío. Ya no estaba nerviosa, sabía que las estrellas tendrían clemencia. Sin embargo, sí lamentaba las cosas que no llegó a hacer, las cosas que no pudo disfrutar, los avances que nunca vivió. Definitivamente, las cosas podrían haber sucedido de otra manera, y sin embargo, sucedieron así.

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Agustina González López (1891-1936) fue una escritora, política y pensadora (entre otras muchas cosas) que rompió los estereotipos de las mujeres a comienzos del siglo XX. Resumir su trayectoria me resultaría imposible. La conocí hace unas semanas gracias a la sección Herstóricas del programa Carne Cruda y supe que debía ser la protagonista de alguno de mis relatos. Se dice que inspiró a la protagonista de La zapatera prodigiosa de Lorca y al personaje de Amelia de La casa de Bernarda Alba. Por desgracia, Agustina tuvo el mismo final que Lorca y, a comienzos de la Guerra Civil, fue detenida y fusilada, siendo depositado su cuerpo en una fosa común desconocida. Por si fuera poco, ya asesinada, su familia tuvo que pagar una multa en su nombre por haber simpatizado con partidos de izquierdas. Este es mi pequeño homenaje a una mujer que luchó por las que vendríamos.