Cuando llegó su nueva compañera de dormitorio, se presentó imponiéndole una única norma de convivencia: no podía coger sus cosas sin permiso. Odiaba que el resto de personas tocara sus cosas. Sin embargo, detestaba especialmente que tocaran aquel libro. Desde que ingresó en la residencia y tenía que compartir habitación, había demasiada gente que toquiteara entre sus pertenencias. Creía que aquellas páginas no tardarían en deshacerse, el encuadernado era ya muy antiguo y no estaba dispuesta a perderlo. Llevaba más de ochenta años consigo.
El día que entró en el cuarto y vio todas las páginas por el suelo, rompió a llorar.
—Yo... yo lo siento, estaba colocando mis fotos y cuando quise darme cuenta... —trató de disculparse su compañera. — Compraré uno nuevo, mi nieto lo buscará en internet.
—No entiendes nada. No se puede comprar a ningún coleccionista. Este libro se compraba por capítulos. Mi padre los consiguió para mí y se encargó de encuadernarlo. Era lo único que tenía de él.